jueves, 7 de abril de 2011

“¡Muy bien, campeón, una más!”. En esa frase cabía toda su vida. Una foto más, una serie más de abdominales, o de levantamientos –qué más da-, una firma, una sonrisa…pero también, claro, una pastilla o una inyección…siempre una más, sin descanso, sin un solo momento de respiro.

 No era un mal chico, de veras. Detrás de aquella montaña de músculos había un gran corazón, pero muy poca cabeza. Tampoco se puede decir que fuera despreocupado o irresponsable, o que la fama le hubiera afectado...no, solo es que a veces perdía el control. Así, sin más. Era muy impulsivo y eso le había traído problemas desde pequeño, como cuando se liaba a golpes con todo aquel que se atreviera a insinuar que él era fruto de un desliz que había tenido su madre mientras el marido estaba en la guerra. Rumores, siempre rumores…Es lo malo de las ciudades pequeñas, que todo el mundo habla de todo el mundo y claro, calumnia que algo queda…o quizás aquí fuera el río el que sonaba…quién sabe. Se peleó mucho –y bien-, y se ganó muchas reprimendas y castigos por eso, pero esos arranques suyos de furia también le otorgaron algunos momentos –aunque fugaces- de gloria. Me acuerdo de aquella vez en que salvó a su hermano de ser picado por una serpiente. No echó a correr, ni se puso a llorar, simplemente la cogió y la mató.

Nunca le atrajeron los libros y antes de verlo estrellarse, su padre prefirió llevárselo al campo con él. Su sueño era que un día se hiciese cargo de la explotación ganadera que él, con tanto esfuerzo, había conseguido levantar. Pero el chico no valía. No sabía hacer tratos: no tenía paciencia para regatear y cuando le parecía que le estaban intentando engañar o robar…enseguida llegaba a las manos. Lo mandaron a la ciudad, para ver si así espabilaba. Allí tenía un primo, un poco mayor que él pero mucho más avispado. Tenía negocios de todo tipo, algunos no del todo legales y, al final, aunque a regañadientes, aceptó que trabajara para él. El chico hizo de todo: recogió animales perdidos o sin dueño para la perrera, fue casa por casa con una furgoneta de las de control de plagas –reptiles sobre todo, que era lo que abundaba por la zona, que estaba rodeada de pantanos-, fregó suelos y estuvo un tiempo de reponedor en una frutería…  empleos precarios todos ellos, pero ya os digo que su primo no era trigo limpio y siempre estaba intentando pagarle de menos o, directamente, no pagarle. Hasta que un día discutieron y, cómo no, se pelearon, así que el chico tuvo que marcharse.

Después de una temporada yendo de acá para allá, malviviendo, porque no quería volver así, mano sobre mano, a casa de sus padres, la suerte le sonrió. El dueño de un gimnasio vio una de sus muchas peleas y pensó que podía hacer dinero con aquel muchacho un tanto hosco pero con unas facultades físicas impresionantes. Durante un tiempo todo fue sobre ruedas. Se entrenaba, ayudaba en el gimnasio…incluso se enamoró. Fue un flechazo mutuo y no mucho después, la hija del dueño y él se casaron. Tuvieron unos niños preciosos. La vida le sonreía. Pero las cosas se torcieron. Cada vez le costaba más entrenarse y seguir el ritmo infernal de las exhibiciones, las galas benéficas, las fiestas, los viajes…pero sobre todo entrenarse. Empezó a tomar otro tipo de “complementos” vitamínicos. Su mujer lo notaba raro. Ya no era el chico atento, tímido y un poco patoso que ella había conocido. Cada vez tenía peor humor. La evitaba…a ella, pero también a los niños. Pasaba mucho tiempo fuera de casa, con sus nuevos amigos. Se volvió hosco, huraño, desabrido. Y celoso. Si volvía a casa y ella no estaba montaba en cólera. Le molestaba que saliera, que pasara tiempo con sus amigos o con sus compañeros de trabajo…y era mucho peor cuando alguno de ellos la acercaba a casa. Todo eran sospechas, insinuaciones, gritos. Ella no entendía, pero él…él sí entendía. Lo entendía todo. Infidelidad. Aquella palabra se repetía una y mil veces en su cabeza, y además lo veía en las miradas de sus amigos, en sus comentarios, en las medias sonrisas que se dibujaban en sus caras cuando creían que no miraba. Sí, estaba seguro de que le era infiel…y en esos momentos volvía el recuerdo de su padre. Nunca se había hablado una sola palabra de aquel tema en su familia, nunca. Pero siempre había creído ver en los ojos de su padre algo así como una nube negra, un vago aire de tristeza en sus gestos, en su voz. Él quería a su padre, lo idolatraba, y no quería pasar por algo así. En silencio, odió a su madre. Y a su mujer.

Supongo que por eso la mató... Pero solo lo supongo, porque nadie puede saber lo que pasaba en aquel momento por su cabeza, perdida ya por el abuso de anabolizantes, de esteroides, por los malos consejos…Me hubiera gustado preguntárselo, pero ya es tarde, porque después de haber matado también a sus hijos se arrojó por la ventana. Como siempre, se dejó llevar, pero esta vez fue la última.

Alastor.

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